jueves, 4 de febrero de 2010

Barragán, descatalogando

Vía: La Tiradera de Canarias al Día
Enrique Bethencourt
José Miguel Barragán Darwin, tras una lectura del último número de National Geographic, en la que disfrutó con un reportaje sobre los animales sagrados de los faraones, que leyó de principio a fin, dejando a medias otros dos, sobre energías inagotables y limpias y sobre la existencia de los hadza -pueblo cazador-recolector, que ni cultiva la tierra ni cría ganado, viviendo al margen de cualquier calendario-, procedió a culminar el texto de la Proposición de Ley del Catálogo Canario de Especies Protegidas.

Pensó que era un auténtico honor cargar con semejante compromiso, aunque íntimamente le seguía preocupando que el Gobierno de Paulino y Soria se hubiese quitado la responsabilidad de encima, endilgándosela a sus respectivos grupos parlamentarios. Pero si había que hacerlo se hacía. No era la primera vez ni la última, eso esperaba, que daba la cara por la organización y su Ejecutivo.

Para finalizar su tarea recogió algunas de las interesantes y sesudas apreciaciones (excesivamente prolijas, probablemente) de su colega naturalista, Manuel Fernández Cousteau, quien le aportó curiosos conocimientos en torno a la flora y fauna marina del Archipiélago, con especial énfasis, eso le pareció, en las de El Hierro y Mogán.

Por su parte, Cristina Humboldt Tavío le adjuntó, con un estilo fluido y con un lenguaje llano (con perdón) pero no exento de consideraciones científicas de gran interés, un brillante texto sobre el significativo incremento de la agresividad de las sebas en tiempos de crisis y sus consecuencias; el mismo incluía numerosa bibliografía reciente sobre el tema, con especiales referencias a las investigaciones de la doctora Luz Reverón Sventenius, la mayor autoridad mundial en tan delicado asunto; documento acompañado de un no menos deslumbrante anexo sobre hundimientos de buques y generación de praderas de seba.

Tras su lectura, inoportunamente interrumpida en tres ocasiones por llamadas a su móvil por parte de incómodos periodistas, prometió que no se bañaría jamás en ninguna playa cuando sus aguas estuvieran cubiertas de tan peligrosos elementos.

Barragán Darwin, por muchas vueltas que le daba, no acababa de entender el interés, desmesurado a su juicio, de científicos y ecologistas por el lagarto gigante de Teno, la foca monje, el calderón tropical, la tortuga boba, la hubara canaria, la pardela chica, el pinzón azul, el guincho, el gorrión chillón o el halcón tagarote.

De los ecologistas ya sabía que eran un verdadero coñazo, pero que encima se les sumaran expertos naturalistas complicaba aún más las cosas. Habría que buscar la forma de vincularlos a Santiago Pérez o a López Aguilar. Lo de hacerlo con Bin Laden le resultaba, de entrada, probablemente excesivo.

Y entendía aún menos porque se empeñaban en preservar a cosas tan raras, y hasta impronunciables, como limonium papaillatum, sonchus gandogeri, hydrosartus pilosus, taringa ascitica, bombus terrestris canariensis, calathidius brevithoras o purpuraria erna.

Sin embargo, a la lapa majorera (patella candei candei) prefirió darle un trato excepcional, no sea que se les mosquearan Mario Cabrera o alguno de los Morales con mando en plaza en Puerto Cabras o en la propia Coalición Canaria post congresual, que con las cosas de comer no se juega. Anotó en su agenda electrónica que debía telefonear urgentemente a Berriel, para saber qué opinaba al respecto.

Nuestro hombre se tranquilizó al comprobar que en el catálogo no figuraba ningún salmón, del género oncorhynchus, no fuera a ser mal entendida por sus socios cualquier decisión a adoptar sobre el mismo; complicaciones, reflexionó, las necesarias.

Aunque le sonaba que en el sur de Lanzarote había alguna industria relacionada con ese bicho. Llamaría a Pepe Torres, que de pesca sabe un rato, aunque conoce mejor las aguas del norte de la isla, o a Suso Machín, más ducho en asuntos del motor que en los pesqueros, para que lo sacaran de dudas, pero a ninguno de los dos le contaría que iba a preguntarle al otro, que no estaba el horno para bollos en la isla de los volcanes, lugar en el que nadie conoce a nadie.

Barragán Darwin era plenamente consciente de que tenía entre sus manos una misión de enorme trascendencia, la de reducir de forma significativa las especies sometidas a protección, desde las vulnerables a las que se encontraban claramente en peligro de extinción.

Eso le convertía casi en un Dios que decidiría, a golpe de ley, sobre la futura suerte de un insecto, un molusco, un ave o un mamífero; y hasta de algunos de los sebadales tan bien descritos en el informe de Humboldt Tavío. Descatalogando por el bien de esta región ultraperiférica, archipiélago atlántico, nacionalidad estatutaria y nación en ciernes. Y hacerlo, además, en pleno Año Internacional de la Biodiversidad.

Por último, respiró satisfecho al ratificar, tras una consulta a la Mesa de la Cámara, que la hemicycla bidentalis inaccessibillis, pese a lo que podía intuirse inicialmente, no tenía ninguna relación, ni siquiera lejana en el tiempo, con los parlamentarios canarios, sus hábitat, usos y costumbres. Por si acaso, la descatalogaría por completo, no le gustaba nada la singular y equívoca denominación de ese pequeño molusco, que podía llevar a peligrosas e innecesarias confusiones; y desconocía, además, y no era menos trascendente, si era o no comestible.

La descatalogación de especies protegidas marchaba viento en popa. Con la que estaba cayendo en la economía, con 293.000 personas en paro en las Islas, pocos se preocuparían por los riesgos de extinción de irrelevantes bichitos y plantitas.

Todo, por una vez, parecía salir a la perfección, y a él le correspondía una parte importante de semejante éxito. Se había ganado, sin duda, un merecido hueco en la insular historia.